KAMIKAZE
Apenas clarea por el horizonte. Aún no ha salido el sol tras el monte Kuroyama. Hay una suave brisa corriendo por la pista del campo de aviación. Los motores de nuestros aviones se están calentando y los técnicos de tierra hacen la última revisión. No tiene importancia una pequeña avería en el sistema hidráulico del tren de aterrizaje, basta con que se recoja después del despegue. Luego será inútil porque ese avión nunca aterrizará. Volará hacia su último y honroso destino.
¡Ah!,¡Cómo envidio a estos jóvenes pilotos!. Ahora están ultimando la ceremonia de despedida. Están tomando una escudilla de sake. Luego anudarán el hachimaki en sus cabezas, saludarán en dirección a Tokyo, hacia el palacio del Emperador y subirán a las cabinas de los aviones con la bandera de los kamikaze.
"Como las flores blancas del cerezo, que una racha de viento alza hasta el cielo, se elevarán hasta las nubes las almas de los héroes".
Yo debería estar ahí, con ellos. Con la ruta trazada en la carta de vuelo, al encuentro de la flota americana, dispuesto a destruir a los altivos extranjeros. Ellos se acercan a nuestras costas, pero Japón no se rendirá, porque la fuerza de nuestro espíritu es superior a sus armas. Y la fuerza kamikaze es el Viento Divino que los barrerá, como el viento de invierno esparce las hojas de arce rojo del templo de Yamadera.
No sufro por los dolores que me producen las esquirlas de metralla que los cirujanos no pudieron sacar de mi brazo derecho, después que me recogieron de entre el montón de muertos que produjo la bomba que estalló en la cubierta de vuelo de mi portaaviones en Midway. Sufro por la vergüenza de seguir vivo y, además, no poder volar con estos héroes para encontrar una muerte honrosa que sirva al Emperador y al Japón.
Después de una terrible estancia en el hospital, donde los doctores salvaron mi mano, solo pude reincorporarme al servicio como suboficial de señales en este campo. Que ironía dar las indicaciones de salida a los pilotos quedándome en tierra, cuando mi espíritu anhela unirme a ellos en la última misión.
Recibo las órdenes por mi casco de transmisiones. El grupo de ataque está dispuesto en la cabecera de la pista. Los motores se aceleran al máximo. En pocos minutos despegarán, formarán un grupo compacto y tomarán rumbo hacia el mar. ¡Que tiemblen los bárbaros narigudos!. ¡Lo mejor de Japón, sus samurais, van a su encuentro!. Hoy reposarán sus huesos en el fondo del mar, castigados por la osadía de atacar nuestra tierra sagrada.
Doy la señal al jefe de grupo. El primer avión pasa sobre mi cabeza con un rugido triunfal. Le siguen de cerca los demás. Hacen una maniobra final mientras agitan sus alas como último saludo antes de perderse tras el Kuroyama.
El personal de tierra levanta sus brazos por tres veces mientras grita ¡banzai!. ¡Larga vida al Emperador!.
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¡Adelante!. Noto el empuje de los dos mil caballos del motor de mi avión mientras corre por la pista. El suboficial de señales se queda un momento en suspenso y, enseguida, continúa su tarea de coordinar la salida. Es un veterano de la guerra. Participó en el ataque a Pearl Harbour y sufrió graves heridas en Midway. Pero, a pesar de todo, ahí está, marcando el instante de mi partida hacia la muerte.
La pista pasa rápido bajo el fuselaje del aparato. Tiro de la palanca y el morro se alza. Las ruedas abandonan la tierra. Pliego el tren y maniobro para alinearme a la izquierda y un poco detrás del avión del jefe de grupo, el capitán Matsubara. Mi destino está ya unido a él y a los demás compañeros del escuadrón suicida.
Rebasamos el monte Kuroyama. Atrás queda la base y los hombres que nos despiden con vivas al Emperador. Pronto el mar. Y luego el fin.
Tengo miedo. Anoche no pude dormir. Esta mañana, en la ceremonia de purificación y despedida, el sake dejó un sabor extraño en mi boca. Nunca lo volveré a tomar. Nunca volveré a ver los cerezos en flor en primavera, ni preparar para mis hermanas la Corte Imperial de la Fiesta de los Muñecas, ni oiré el chasquido de las cometas en forma de carpa de la Fiesta de los Muchachos.
Cuando el Primer Escuadrón kamikaze llegó a nuestra base y nos invitó a alistarnos en él, avancé un paso como todos mis compañeros. Que otra cosa podía hacer. Me mostraba alegre y decidido, pero en mi interior la angustia me atenazaba.
Luego llegó el entrenamiento especial para la misión, las técnicas de ariete, el vuelo rasante, con la espuma de las olas lamiendo la panza del avión, para después remontar a la vista del blanco y picar sobre la superestructura de un acorazado o la cubierta de un portaaviones.
Y por fin el día definitivo. Volamos en formación y veo las caras de los pilotos con una expresión entre preocupada y decidida. Los más somos muy jóvenes, apenas veinte o veintidós años. Cuánto nos quedaba aún por vivir. Pero ya no hay marcha atrás. Tengo que aceptar mi destino y pensar que mi sacrificio por Japón ayudará a mi país a ganar esta guerra y asumir mi deuda con nuestro Emperador.
Ha pasado una hora. En el horizonte se ven columnas de humo. Son los navíos americanos. Enseguida saldrán a nuestro encuentro los cazas y después sufriremos el fuego de la artillería antiaérea. La silueta de un barco crecerá ante mí y quizá alcance a ver las caras de los marineros, llenos de terror como yo. Luego, la nada.
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Querida abuela Sayoko:
Te escribo desde Iwama, en la Prefectura de Ibaraki. Aquí es donde el Comité Local de Asentamiento nos ha dado cobijo.
Tuvimos que huir de Tokyo cuando los bombardeos de marzo. La fábrica de municiones donde trabajábamos Kaneko y yo, fue destruida. Murieron miles de personas aquella noche. Y muchos miles más en los días siguientes.
Abuela, no sabes la suerte que habéis tenido en Kyoto que, gracias a los dioses, no ha sufrido ningún ataque aéreo. Fue horrible. Cuando sonaban las sirenas corríamos aterrorizadas a los refugios donde nos hacinábamos con otras personas a las que no conocíamos, pero con las que compartíamos el miedo a morir en una explosión, quemados o aplastados por los escombros. Las bombas estallaban cerca y el suelo temblaba. Lo hacía de forma distinta a como se siente en un terremoto. Era la vibración de la muerte que se acercaba y, por unos instantes nos observaba y pasaba de largo.
Al salir incendios, ruina y cadáveres Ya no había casi bomberos o policía para apagar los fuegos u organizar a la población. Ya no había apenas comida o agua. Solo lágrimas y sufrimiento.
Un mes después salimos hacia el norte y llegamos aquí, donde conocimos la noticia de la caída de unas bombas en Hiroshima y Nagasaki. Y unos días después, el mensaje por radio del Emperador anunciando la rendición de Japón.
Abuela, ha sido terrible. Hemos sabido por las autoridades militares que Tetsuo murió en un ataque contra la flota americana. Iba en un escuadrón kamikaze. Yo ya no sé si su muerte ha sido útil, si el Emperador o sus generales estarán complacidos, si ese era su deber y su karma.
Lo cierto es que ya no estará más con nosotros. Pero pensaré en él cuando se abran las flores del cerezo cada primavera.
Abuela, tú conociste otras guerras. Yo no quiero que este sufrimiento se repita. No quiero ver desfilar más jóvenes, amigos, familiares, camino del frente. Dirás que mi espíritu ya no es japonés, y que no soy digna de llevar el nombre de la familia. Deseo asumir mis deberes, pero estoy cansada de tanta destrucción, y quiero que haya una esperanza para Japón, sin lágrimas ni héroes. Espero que me comprendas y aceptes, abuela. No me juzgues con dureza y perdóname por la vergüenza que te produzca.
Tu nieta, Naoko
¡Ah!,¡Cómo envidio a estos jóvenes pilotos!. Ahora están ultimando la ceremonia de despedida. Están tomando una escudilla de sake. Luego anudarán el hachimaki en sus cabezas, saludarán en dirección a Tokyo, hacia el palacio del Emperador y subirán a las cabinas de los aviones con la bandera de los kamikaze.
"Como las flores blancas del cerezo, que una racha de viento alza hasta el cielo, se elevarán hasta las nubes las almas de los héroes".
Yo debería estar ahí, con ellos. Con la ruta trazada en la carta de vuelo, al encuentro de la flota americana, dispuesto a destruir a los altivos extranjeros. Ellos se acercan a nuestras costas, pero Japón no se rendirá, porque la fuerza de nuestro espíritu es superior a sus armas. Y la fuerza kamikaze es el Viento Divino que los barrerá, como el viento de invierno esparce las hojas de arce rojo del templo de Yamadera.
No sufro por los dolores que me producen las esquirlas de metralla que los cirujanos no pudieron sacar de mi brazo derecho, después que me recogieron de entre el montón de muertos que produjo la bomba que estalló en la cubierta de vuelo de mi portaaviones en Midway. Sufro por la vergüenza de seguir vivo y, además, no poder volar con estos héroes para encontrar una muerte honrosa que sirva al Emperador y al Japón.
Después de una terrible estancia en el hospital, donde los doctores salvaron mi mano, solo pude reincorporarme al servicio como suboficial de señales en este campo. Que ironía dar las indicaciones de salida a los pilotos quedándome en tierra, cuando mi espíritu anhela unirme a ellos en la última misión.
Recibo las órdenes por mi casco de transmisiones. El grupo de ataque está dispuesto en la cabecera de la pista. Los motores se aceleran al máximo. En pocos minutos despegarán, formarán un grupo compacto y tomarán rumbo hacia el mar. ¡Que tiemblen los bárbaros narigudos!. ¡Lo mejor de Japón, sus samurais, van a su encuentro!. Hoy reposarán sus huesos en el fondo del mar, castigados por la osadía de atacar nuestra tierra sagrada.
Doy la señal al jefe de grupo. El primer avión pasa sobre mi cabeza con un rugido triunfal. Le siguen de cerca los demás. Hacen una maniobra final mientras agitan sus alas como último saludo antes de perderse tras el Kuroyama.
El personal de tierra levanta sus brazos por tres veces mientras grita ¡banzai!. ¡Larga vida al Emperador!.
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¡Adelante!. Noto el empuje de los dos mil caballos del motor de mi avión mientras corre por la pista. El suboficial de señales se queda un momento en suspenso y, enseguida, continúa su tarea de coordinar la salida. Es un veterano de la guerra. Participó en el ataque a Pearl Harbour y sufrió graves heridas en Midway. Pero, a pesar de todo, ahí está, marcando el instante de mi partida hacia la muerte.
La pista pasa rápido bajo el fuselaje del aparato. Tiro de la palanca y el morro se alza. Las ruedas abandonan la tierra. Pliego el tren y maniobro para alinearme a la izquierda y un poco detrás del avión del jefe de grupo, el capitán Matsubara. Mi destino está ya unido a él y a los demás compañeros del escuadrón suicida.
Rebasamos el monte Kuroyama. Atrás queda la base y los hombres que nos despiden con vivas al Emperador. Pronto el mar. Y luego el fin.
Tengo miedo. Anoche no pude dormir. Esta mañana, en la ceremonia de purificación y despedida, el sake dejó un sabor extraño en mi boca. Nunca lo volveré a tomar. Nunca volveré a ver los cerezos en flor en primavera, ni preparar para mis hermanas la Corte Imperial de la Fiesta de los Muñecas, ni oiré el chasquido de las cometas en forma de carpa de la Fiesta de los Muchachos.
Cuando el Primer Escuadrón kamikaze llegó a nuestra base y nos invitó a alistarnos en él, avancé un paso como todos mis compañeros. Que otra cosa podía hacer. Me mostraba alegre y decidido, pero en mi interior la angustia me atenazaba.
Luego llegó el entrenamiento especial para la misión, las técnicas de ariete, el vuelo rasante, con la espuma de las olas lamiendo la panza del avión, para después remontar a la vista del blanco y picar sobre la superestructura de un acorazado o la cubierta de un portaaviones.
Y por fin el día definitivo. Volamos en formación y veo las caras de los pilotos con una expresión entre preocupada y decidida. Los más somos muy jóvenes, apenas veinte o veintidós años. Cuánto nos quedaba aún por vivir. Pero ya no hay marcha atrás. Tengo que aceptar mi destino y pensar que mi sacrificio por Japón ayudará a mi país a ganar esta guerra y asumir mi deuda con nuestro Emperador.
Ha pasado una hora. En el horizonte se ven columnas de humo. Son los navíos americanos. Enseguida saldrán a nuestro encuentro los cazas y después sufriremos el fuego de la artillería antiaérea. La silueta de un barco crecerá ante mí y quizá alcance a ver las caras de los marineros, llenos de terror como yo. Luego, la nada.
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Querida abuela Sayoko:
Te escribo desde Iwama, en la Prefectura de Ibaraki. Aquí es donde el Comité Local de Asentamiento nos ha dado cobijo.
Tuvimos que huir de Tokyo cuando los bombardeos de marzo. La fábrica de municiones donde trabajábamos Kaneko y yo, fue destruida. Murieron miles de personas aquella noche. Y muchos miles más en los días siguientes.
Abuela, no sabes la suerte que habéis tenido en Kyoto que, gracias a los dioses, no ha sufrido ningún ataque aéreo. Fue horrible. Cuando sonaban las sirenas corríamos aterrorizadas a los refugios donde nos hacinábamos con otras personas a las que no conocíamos, pero con las que compartíamos el miedo a morir en una explosión, quemados o aplastados por los escombros. Las bombas estallaban cerca y el suelo temblaba. Lo hacía de forma distinta a como se siente en un terremoto. Era la vibración de la muerte que se acercaba y, por unos instantes nos observaba y pasaba de largo.
Al salir incendios, ruina y cadáveres Ya no había casi bomberos o policía para apagar los fuegos u organizar a la población. Ya no había apenas comida o agua. Solo lágrimas y sufrimiento.
Un mes después salimos hacia el norte y llegamos aquí, donde conocimos la noticia de la caída de unas bombas en Hiroshima y Nagasaki. Y unos días después, el mensaje por radio del Emperador anunciando la rendición de Japón.
Abuela, ha sido terrible. Hemos sabido por las autoridades militares que Tetsuo murió en un ataque contra la flota americana. Iba en un escuadrón kamikaze. Yo ya no sé si su muerte ha sido útil, si el Emperador o sus generales estarán complacidos, si ese era su deber y su karma.
Lo cierto es que ya no estará más con nosotros. Pero pensaré en él cuando se abran las flores del cerezo cada primavera.
Abuela, tú conociste otras guerras. Yo no quiero que este sufrimiento se repita. No quiero ver desfilar más jóvenes, amigos, familiares, camino del frente. Dirás que mi espíritu ya no es japonés, y que no soy digna de llevar el nombre de la familia. Deseo asumir mis deberes, pero estoy cansada de tanta destrucción, y quiero que haya una esperanza para Japón, sin lágrimas ni héroes. Espero que me comprendas y aceptes, abuela. No me juzgues con dureza y perdóname por la vergüenza que te produzca.
Tu nieta, Naoko
4 comentarios
anyanca -
En un escenario tan conocido como "real" estas historias son una en millones de las q sse han contado, cada na con un sello que la distingue de otras.En el dolor encontramos belleza...y la belleza es otro de sus disfraces tb.
Anónimo -
Xuan -
me encanta tu blog. desde hace tiempo se me ha metido en lacabeza el ir a conocer japon. quiza tu podias orientarme desde donde es mejor viajar (yovivo en londres),si es mejor en viaje organizado o x mi cuenta, como sta el tema del alojamiento y weno, cosas en general
gracias
veronica -
es una pena q hayan guerras :(
ai shiteru
:*